Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
0   /   100
Comenzar a leer
Desenmascarar a los que mienten era su pasión, hasta que se convirtió en uno.

La tarde en la que me enteré de que mi vecina, Hilda, se había muerto de repente, cancelé mis reuniones y me senté en el patio a fumarme un porro, comer chucherías que me dispararan el azúcar y a escuchar Lou Reed. Con eso terminé de mandar al carajo la abstinencia con la que me venía dando palmaditas de orgullo en el hombro los últimos meses.

Fue hermoso.

Esto sí me hizo soportables los días difíciles que estaba atravesando desde que Sabina se fue.

Tenía rato probando el cuentico de los hábitos sanos para torear el guayabo: pararme a las cinco de la mañana para «aprovechar el día»; trotar, subir cerro, comer bien, meditar, perdonar, dejar ir, bla, bla, bla. Estaba tan en la verga que en verdad me creí que era yo quien tenía que mejorar. Cambiar para «tener buen karma».

Y entonces Hilda, la más sana de mis vecinos, se muere con todo y su veganismo, su yoga y sus hábitos de señora bien portada. Chimbísimo además, porque nunca llegué a conocerla tanto como me hubiese gustado.

La señora era buena vaina. Un día me vio llorando en el patio común del edificio. Lo más que yo había hecho por ella fue ayudarla una vez con las bolsas del mercado, pero ese día, sin pedírselo, me escuchó el llantén y me aconsejó con las cuatro pendejadas que uno suele decirle a quienes le rompen el corazón: Todo pasará, permítete llorar, es normal lo que estás sintiendo, Tú eres un buen muchacho, con una sensibilidad especial, ya encontrarás a alguien que te quiera bien, que te quiera bonito. Creo que me tuvo lástima.

Hilda me dejó la confirmación de que la vida es cortísima y no hay plan divino. Todo es azar y quién dice que mañana esos tortuosos hábitos que adopté para «sanar» (palabrita pajúa) me servirían de algo si la muerte me llegaba de repente.

Entre el humo, el walk on the wild side y el subidón de azúcar, me dio por bailar solo en el patio. Liberado de la vergüenza, la superioridad moral y las buenas costumbres, decidí sincerarme, ensuciarme hasta el final y llenar mi necesidad más inminente: un culo.

Hoy. Ya mismo.

Revisé entre mis contactos y, justo cuando estaba pasando por la «H» de Hilda, el teléfono empezó a repicar con llamada entrante de un número desconocido.

¿Hilda, eres tú?

Obvio que no.

Era mi pana Jorge, productor que siempre andaba en algo. Me ofreció trabajo, bendito sea. Un tigrito para producir y filmar un reportaje audiovisual sobre santería venezolana para unos argentinos. Y miren, como anillo al dedo, pero no por la experiencia laboral o la necesidad económica, que ambas eran muy reales. Lo que me hacía bailar con más alegría era que la propuesta de Jorge me daba la excusa perfecta para llamar a Michelle, una periodista de investigación a la que le tenía unas ganas ancestrales, pero a la que nunca me había atrevido a llamar por complejos pendejos míos.

Hace años, ella había hecho un reportaje sobre los Santos Malandros, delincuentes de barrio glorificados por gente que les reza para estar protegida de… bueno, del malandraje. A Michelle le había tocado meterse de lleno en ese mundo, entrevistar a un montón de brujos, devotos y malandros, claro. Tenía contactos. Excusa perfecta.

Entonces: Llamadita para pedir orientación. Birritas para hacer catch up. Galanteo kamikaze. Éxito seguro.

Aquello era como mandado a hacer por una fuerza divina. Capaz Hilda, que estaba clarísima del mega guayabo que estaba atravesando y quería verme bien, sí tenía la mano metida en todo aquello después de todo. O al menos eso me estaba haciendo creer el porro.

***

No me enorgullezco de lo que hice. Pero, a veces el queso es tan grande, que la cabeza se te pone idiota. Perdí los escrúpulos y la dignidad.

Podría escudarme en un romanticismo de comiquita, diciendo que estaba loco por Michelle (que no es mentira) y que «el amor justifica los medios». Pero no era amor. A riesgo de sonar como un macho depredaror superficial: Simplemente le tenía ganas. De las buenas. De las sucias. Los meses me habían convertido en un hombre básico.

La verdad, los argentinos solo necesitaban unos pocos testimonios que contrastaran las prácticas de espiritismo caribeñas con las del sur, algo que yo podría haber resuelto en un par de visitas a tiendas de brujería de la Avenida Baralt. Pero el entusiasmo de Michelle fue tan grande cuando le conté de qué trataba el reportaje, que, en mi mente, su disposición a ayudarme estaba conduciendo orgánica e inevitablemente a una relación carnal.

El tema de la brujería siempre me había interesado. No porque creyera yo en nada de esa vaina, sino más bien porque tenía ganas de creer. Quería encontrar algo que me convenciera de que todo aquel imaginario del que se desprendía buena parte de nuestra cultura y sincretismo religioso tenía algo de cierto.

Pero como en mis treinta y dos años no había encontrado nada que probara «la existencia de algo palpado por más etéreo que sea», mi cruzada personal con la santería, la brujería, los ángeles y toda esa huevonada, era la de desenmascarar a los mentirosos que se lucraban con la angustia ajena. A ver si así la gente dejaba de culpar a los espíritus y al mal de ojo de vainas que, en la mayoría de los casos, eran culpa de ellos mismos.

Por supuesto, esto no se lo iba a decir a Michelle. A los pocos minutos de que llegara a nuestra cita, en un restaurancito que tenía la vibra perfecta entre casual y romántico, tocamos el tema del «reportaje» y me reveló una faceta suya que jamás imaginé. O sea, la chama no es que solo «tenía contactos de santeros y brujos», la jeva era alta creyente en toda esa vaina. ALTA CREYENTE. No habíamos ni pedido la comida cuando ya estaba lanzándose un monólogo sobre su percepción extrasensorial, los ángeles, las fuerzas de lo oculto y otro montón de cosas de las que me había burlado toda la vida.

El día de mi llorantina en el patio Hilda me dijo:

La vida es como una cesta de frutas, Martín. Hay de todo, mucho de dónde elegir. En lo que se te pase el antojo por tu ex te vas a dar cuenta.

La que sabe, sabe. Hilda sabía de mujeres. Basado en las contundentes diferencias de opinión en torno al tema espiritual, yo no podría enamorarme nunca de una chama como Michelle, pero vaya si estaba antojado de ella. Tanto, que no me importó fingir interés en su cantaleta esotérica. Hoy me da pena admitirlo, insisto, pero si ustedes hubieran visto lo bella que estaba y el tamaño de aquel escote, seguro hubieran hecho lo mismo.

Cuando me dijo que «veía gente muerta» lancé por la borda mis treinta años de abogar por el ateísmo y mi escepticismo rampante para decirle:

—¡Wow! ¿En serio? ¿Cómo así?

—Sí. A veces es difícil compartir mi experiencia con esta fuerza vital —me dijo—. Pero es algo con lo que tenemos que aprender a vivir quienes compartimos este don. Mira, ahorita hay mucho malentendido sobre el espiritismo y la santería, Martín. No todo el mundo lo entiende y yo, casi que ni prefiero hablar de eso. De pana, no te lo iba a mencionar, pero no sé… Me diste confianza.

Aquí hay chance, pensé.

—Gracias, por esa confianza, Michelle. Puedes estar tranquila. Te escucho sin juzgar, y te entiendo porque yo también siento y he visto muchas cosas que no puedo explicar y que quiero aprender a ver con otros ojos.

En la universidad hice algo de teatro pero abandoné a los pocos meses porque era mal actor: no podía aguantar la risa en escena. Y mano, qué difícil se me hizo hizo decir esto sin soltar la carcajada. Si me hubieran visto mis profesores de teatro me habrían aplaudido. Después me habrían juzgado moralmente, claro, pero eso es otro cuento.

—Yo feliz de ayudarte —siguió Michelle—, no solo por ti, sino también para que haya un mejor entendimiento colectivo de la comunidad espiritual.

—¡Claro! ¡Es justo por eso que es importante!

—Sí. Es la única manera de que avancemos todos, como sociedad, como país, a la cuarta densidad.

What?

Totalmente.

Fue tal la pasión con la que Michelle encaró el tema que empezó a gesticular. Se llevaba una mano al pecho con los ojos cerrados mientras levantaba la otra y la agitaba para nombrar las fuerzas y presencias con las que solía compartir.

Yo no tenía nada que decir. Me moría de vergüenza de solo imaginarme presentándola a mi círculo de amigos. De pronto me sentí expuesto. Empecé a sudar, a pelar los ojos de más y a hacer sonidos ambiguos sin sentido para que pareciera que coincidía, entendía o me interesaba lo que decía: Wao, oh, sí, ajá, ujum, claro, etc.

Pensé que me descubriría, pero lo loco es que confundió mi esfuerzo por no reírme con interés. Se sintió segura y estuvo cuarenta minutos hablándome de santos cubanos y fuerzas del más allá. Cuando terminó la historia de cómo el hijo del carnicero (fallecido hace meses) era quien le dictaba qué cortes comprar, estuve a punto de poner alto a mi farsa para decir que no creía en nada de esto, pero entonces puso su mano en mi rodilla.

Pude haberme retirado digno, pero el maldito verano y el lunarcito que tenía junto a la boca me tenían idiota. Esa cercanía me prendió. Fue mi turno de hablar sin parar y repetir estupideces sobre la muerte y la magia que había visto en algún reportaje. Mentí sin control, como poseído por una fuerza mayor que solo buscaba el camino más corto para llegar hasta sus pantaletas.

—¿No te da miedo a veces? —preguntó.

Alcé las cejas en un gesto ambiguo que me hiciera parecer vulnerable y a la vez valiente. Suspiré y le dije:

—Mientras más conozco este mundo, menos miedo me da la magia, aunque sea negra.

Ella sonrió dándome la razón. Le brillaron los ojos y entró en modo productora. Dijo que me conseguiría una caravana de paleros que trabajaban con una bruja amiga suya llamada Maura Materia. Por unos pocos dólares, ella podía hacer una sesión para invocar a varios espíritus y dejarse grabar mientras estaba en trance en su propio altar.

—Gracias, Michelle. Sabía que eras tú la persona con quien podía hablar estas cosas.

Ella sonrió, como satisfecha de haber logrado esta conexión.

­­—No, tranquilo, a mí me pasa igual.

—Sí, te juro, mira, se me pone la piel chinita.

Me tocó el antebrazo y dulcemente tomó mi mano. Yo tomé las suyas y sonreí de vuelta.

Listo el pollo.

Caminamos hasta su casa y en la puerta nos dimos varios besos que se fueron intensificando en sensualidad. No me invitó a subir. Parte del juego.

—Siempre me diste esta energía. Sabía que había algo más detrás de esa pinta simplona tuya —me dijo.

Insulto o no, el faje de esa noche ya me hacía sentir ganador.

***

Lo atroz de la pasión es cuando pasa, me decía Sabina los últimos días de nuestra relación, robado de una canción de, obvio, Joaquín Sabina. Y muy cierto. Luego de aquel fin de semana poseído por los espíritus del galanteo y las mentiras, salí de aquel trance enratonado, en cruda, listo para encarar el lunes otra vez mi personaje de Working Class Hero.

Otra vez mi café negro, las deudas por pagar, los pendientes de trabajo y de la casa. Y claro, también esa soledad pesada que uno trata de ignorar…

Estaba en medio de un artículo por encargo para una agencia de publicidad, cuando de pronto, entró la llamada de ella:

—Mañana a las 6 de la tarde en Los Palos Grandes. ¿Puedes?

—¿Qué cosa?

—Maura Materia.

Me había quedado tan embriagado y satisfecho de los besos de Michelle, que se me había olvidado por completo el parapeto del reportaje que ella había armado. Con la cabeza en otras mil cosas, aquello era lo último que tenía ganas de hacer al comienzo de mi semana.

—Eh, sí, mira, yo estoy como a una hora de ahí y, bueno, a esa hora es hora pico, me va a agarrar burda de cola, no sé si más bien tendríamos que…

—Luego podemos ir a cenar a mi casa, si quieres. Está ahí mismo.

—¡Brutal! Sí, dale, buenísimo.

—¡Va a ser increíble, Maura está súper dispuesta y emocionada! ¡Te vas a quedar loco!

—Michelle, eres la mejor productora esotérica de este país. Gracias por esto.

—Maura solo te cobrará quinientos dólares por el ritual, para que le avises a la producción.

Ahí tragué grueso.

«La producción» solo iba a pagarme a mí quinientos dólares por hacer la versión simple del reportaje que me habían pedido. El parapeto de la ceremonia de paleros, el ritual y Maura Materia iba a ser el costo de mis ganas. Fuck.

***

El edificio residencial Tibisay en Los Palos Grandes es el último lugar donde esperaba encontrarme con una sesión de brujería y espiritismo. De lo poco que sabía, estos rituales suelen hacerse en la naturaleza, en un bosque, cerca de un río, pero fue allí donde me citó Michelle. En un penthouse en una de las zonas más sifrinas de Caracas. Y qué carajo, mejor que fuera allí el lugar de encuentro con Maura Materia, cerca de la casa de Michelle. Para mí la grabación era un mero trámite de lo que vendría después: la cena y el vinito con el respectivo y añorado polvo.

Llegué con mi equipo de cámaras a la planta baja y allí esperé media hora. Tiempo suficiente para que la conciencia empezara a jugarme sucio.

¿Qué estaba haciendo jugando con el entusiasmo de Michelle y de paso fingiendo ser algo que no era? ¿Para qué? ¿Por puro deseo carnal? ¿Valía la pena la plata, el tiempo y las mentiras?

Otro se hubiera ido, muerto de vergüenza o culpa por haberla puesto a sobreproducir un reportaje que podía haber sido mucho más simple. Yo en cambio hasta me había afeitado el escroto.

Michelle llegó preciosa. Me derretí solo de verla cruzar la calle e imaginar la fiesta que nos esperaba a la salida. Cuando se acercó me dio dos bolsas pesadísimas llenas de botellas de ron y cocuy.

—Las pidió Maura, para los muchachos.

—¿Muchachos?

—Claro, Martín, Maura no trabaja sola. Te queda linda esa camisa, by the way­ —me dijo mientras me pasaba la factura de toda la caña, esencias, ofrendas y tabacos que había comprado.

Otro duro golpe para «la producción».

El ascensor estaba malo. Subimos por las escaleras, yo con mi equipo de grabación más veinte kilos de caña y huevonadas que había comprado Michelle. Pensaba que al llegar arriba se acabaría el suplicio, pero quise irme desde el minuto uno en que se abrió la puerta de aquel penthouse.

Dentro del apartamento había al menos trece tipos sin camisa esperándonos. Iban descalzos, con pantalones blancos hasta la rodilla, collares, pucas y una cinta roja en su cabeza. Dos mujeres con ropas vaporosas, como de guajira, terminaban de poner figuras de santos, muñecas negras y ofrendas de frutas en un altar enorme que llegaba al techo y que, además de palmas, velas y estatuillas, tenía dos banderas enormes de Venezuela.

No más entrar, Michelle saludó y se fue directo al pasillo de las habitaciones. Me dejó solo en medio de la sala y todos se quedaron viéndome. En ese medio minuto me pasaron por la mente varias películas de terror en las que los protagonistas eran llevados a un ritual pagano bajo engaño para ser sacrificados. Quizás estaba a punto de protagonizar la versión zona 4 de Midsommar o algo así.

La prisa con la que aquella caravana de descamisados me arrebató las botellas de curda me tranquilizó. Comenzó una tomadera de caña seria. Bebían del pico de la botella a una velocidad insólita. Ron y tabaco, cocuy y tabaco, tabaco y más tabaco.

Había un tronco hueco en medio de la sala sobre el que estaban sentados dos negros sin camisa tocando tambores con unos palos. Sobre el suelo de granito, piedras y carbones encendidos en el que las dos mujeres comenzaron a rociar las esencias que traía en la bolsa. El olor a incienso y vainas raras me hizo llorar, aquello era puro humo. Dejé el trípode y la cámara puestos en el sitio en el que pensé tendría mejor visual del ritual y me fui a la terraza para respirar un aire más limpio.

Afuera tenían un chivo amarrado al que, según me dijo un tipo al que llamaban Pakistán, le iban a cortar las bolas como parte del rito que yo debía grabar para mi reportaje. El pobre animal como que sabía lo que le esperaba porque se movía nervioso y no dejaba de mirarme. Y qué ojos expresivos tenía. ¡Ese chivo me hablaba con la mirada! Sentí que me juzgaba, como diciéndome: Que te aproveche el polvo, mamagüevo. Me van a matar por tu culpa. Eres un pajúo, un falso y un mariquito mentiroso.

Yo no quería que ningún animal perdiera sus huevos por mis ganas de cogerme a Michelle. Ni muerte ni maltrato a ningún ser vivo por mis caprichos. Traté de convencer a Pakistán de que matarlo no sería necesario, pero no dejaba de afilar su cuchillo en una piedra junto a otro tipo, dándole al ritmo del tambor y gozándose sus tabacos y su ron. Se rieron de mí. Como si lo que les decía era una ridiculez sifrina mía.

—Sin sangre no hay orisha, catire —me dijo el otro que tenía dos cuchillos tatuados debajo de la garganta.

Entré de nuevo al humero, a la bulla y al despelote a buscar a Michelle para detener aquello, pero no la encontré por ninguna parte. Yo trataba de preguntar por ella, pero el ruido de los tambores era lo único que podía escucharse. No sé cómo los vecinos no se quejaban. Y de pronto, silencio.

Maura Materia entró a la sala desde el pasillo que venía de las habitaciones. Piel cobriza, oscurísima y opaca, bastante gorda, labios pintados de un rojo chillón y llena de anillos, pucas y pulseras. Vestía una bata y turbante guajiro con estampado de bacterias.

Michelle venía detrás de ella, sonreída, buscando en mi mirada un gesto de asombro, agradecimiento y aprobación por haber logrado armar todo aquello. Le pelé los ojos, pero antes de que pudiera leerme, Maura Materia se me paró enfrente y me extendió su mano a modo de presentación. Todos parecían respetarla, como si fuera una reina, y yo tuve que sumarme a aquella farsa.

—Mucho gusto, Maura. Soy Martín.

—Un placer. Michelle me dijo que tenías una sensibilidad especial para la materia —me dijo sin soltar mi mano.

Miré a Michelle con arrechera, pero de inmediato fingí una sonrisa. ¿De dónde sacó eso?

—Sí, bueno. Quiero aprender a y entender esta otra dimensión que ustedes conocen mejor que yo.

—Viniste a donde es.

—Sí, de verdad que estoy impresionado por todo esto. Se nota que son serios, de verdad.

Maura acarició mi mano, me miró y se carcajeó.

—Claro que somos de verdad. Aquí no se juega con los muertos.

—De acuerdo. Solo que, bueno —dije mirando al chivo en la terraza—, quería comentarle que yo solo necesito unas cuantas tomitas, el reportaje es corto. Ya sabe cómo son los tiempos en televisión. No es necesario que hagamos gran cosa. Ya verla a usted invocando y a los muchachos haciendo lo suyo es suficiente.

Me puso una cara rara, como que no entendía y tuve que ser más puntual en mi petición:

—Digo, no hace falta que le corten nada al chivito.

Maura me soltó la mano de golpe, como ofendida, y se dirigió al resto del grupo:

—¡Eleguá eshú!

Aquello fue como dar señal de partida. Tambor, tabaco y cocuy pa’ todo el mundo. El chivo parecía haber entendido que no había logrado nada y antes de darme la espalda me vio con cara de decepción. Michelle me hizo señas para que me pusiera detrás de la cámara y empezara a grabar. Luego me dijo al oído:

—Graba que la materia se está preparando para recibir a los espíritus.

Y qué payasada. Era obvio que Maura sabía que la estaba grabando. Empezó a voltear los ojos y a hacer movimientos y gemidos extraños. Como gárgaras. Tomaba ron, fumaba y escupía por el piso y hacia las palmeras que estaban a los lados del altar. Era una caricatura de lo que se suponía era una posesión.

Michelle la veía fascinada, sentada sobre sus pantorrillas y volteando a verme de vez en cuando como para decirme «Esta mujer es bárbara». Yo asentaba y abría los ojos con asombro, pero en realidad pensaba que estaba viendo una actuación peor que la mía.

Maura empezó a hablar grueso, carraspudo, como imitando la voz de un hombre. Michelle me decía que estaba siendo poseída por el espíritu de un vikingo llamado Erick el Rojo. Como todo buen vikingo, se suponía que este debía hablar inglés, una habilidad que claramente no era del dominio de Maura ni de ninguno de los miembros de su caravana de santeros. Para encubrir este detalle, Maura «wachi wacheaba» frases en un inglés inventado, como de niño de kínder. Una payasada. Se reía sola y me acercaba la botella de ron.

Madre mía, qué nivel de ridículo.

Luego de media hora de supuestamente encarnar varias entidades, Maura hizo un gesto de desplome, como si la experiencia de ser materia para esos espíritus la dejaba agotada. Todos aplaudieron, incluyendo Michelle, quien no dejaba de mirarme satisfecha de haber capturado esas imágenes. Era el final, por fin. Yo estaba feliz por el chivo y ya estaba listo para irme, pero de pronto, sonó el timbre.

Era una pareja de adolescentes, de entre 15 y 18 años, con un bebé de semanas en brazos. Se notaba que no tenía plata, ni educación. Estaban cagados y buscaban ayuda para su niño.

Michelle se acercó a hablar con ellos. Después de que yo ya tenía recogidas extensiones, luces y sonido, me insistió toda emocionada que siguiera grabando, que esto se iba a poner bueno. Miré al chivo y este pareció decirme Ay, chamo.

—El niño tiene problemas respiratorios —me susurró Michelle—, pero ellos no quieren llevarlo al hospital sin que Maura lo revise y le encomiende un santo.

—No me jodas…

—¡Es perfecto para tu reportaje! ¡Una purga de sanación de verdad!

La palabra «verdad» no tenía vela en este entierro.

—¿No te emociona? ¿No es arrechísimo? —preguntó Michelle.

—Michi, pero…

Maura hizo una señal y los tambores empezaron a sonar. Sostuvo al bebé boca abajo sobre una mano y empezó a balbucear otra vez con los ojos cerrados.

Los padres, como idiotas, se arrodillaron con brazos abiertos y ojos cerrados hacia el cielo, permitiendo que aquel ritual absurdo continuara sin importarles la tos del hijo, que ahora empezaba a mezclarse con el humo y un llanto desesperado.

Yo no hablo bebé, pero ese carajito estaba pidiendo auxilio. Maura seguía balbuceando, se echó un palo hondo de Cocuy y lo escupió por los aires, rociando a los padres, al niño, al lente de mi cámara y a mi camisa linda, by the way.

—¡No te lo vas a llevar, Mister Danger! ¡Hoy no! ¡No te lo vas a llevar, te lo dice Maura Materia!

Gritaba como loca. Aquel teatro absurdo le iba a costar la vida al niño. Maura fumaba hondo su tabaco y escupía el humo sobre la espalda del carajito.

Miré a Michelle para buscar su apoyo, pero también se había puesto de rodillas en la misma pose de los padres, con los ojos cerrados.

—¡José Gregorio, acompáñame! ¡Ven con tu corte de médicos y dale un solo carajazo a Mister Danger! ¡Zape Danger que te vas! ¡Iború, Iboya e Ibochinché! ¡Ibochinché, bochinche! ¡Bochinche, bochinche, bochinche, bochinche!

Tras este grito de Maura, la caravana empezó a bailar tambor y a repartir ramazos a diestra y siniestra. Yo estaba pendiente del carajito, pensando que se iba a morir ahí y nos íbamos a meter todos en tremendo peo. Había que parar aquella locura.

—¡No te lo vas a llevar, Danger! ¡Esta noche, no! ¿Quieres culebra, maldito? ¡No te metas con Maura Materia! ¡Que vas a salir perdidito!

Entre el humo y el escándalo, el niño se puso peor. Privado en llanto, le faltaba el aire. Maura se dio cuenta que nada de su pantomima daba resultado, empezó a morder la espalda del niño y a succionar, como si chupara algún espíritu malo que tuviera dentro para luego escupirlo al piso. Una asquerosidad. La imagen sobrepasó todas las ganas que le tenía a Michelle. No aguanté más:

—¡Señores, aquí lo que hay que llamar es una ambulancia!

Dije parándome en medio de la sala con el celular en la mano, pateando los carbones, el sahumerio y haciendo amago de quitarle el niño a Maura para dárselo a sus padres.

Hubo un instante de silencio en el que los tambores pararon y todos me miraron.

—Este chamo está grave. Necesita un médico, no una bruja —Volteé entonces a los padres de la criatura—. Panas, esto se cura con medicina y ciencia, no con brujería, rezos y huevonada.

—Martín, ¿qué estás haciendo? —me dijo Michelle con una mezcla de vergüenza y arrechera.

—Pana, yo los llevo si quieren, pero cada minuto que pasan aquí están empeorando más al chamo, ahogándolo con humo y atormentandolo con el escándalo.

—¡Iború, Iboyá! —gritó Maura— ¿Qué va a saber burro de chicle, vale? ¡Dame a mi niño!

Maura tomó al chamito, se puso de rodillas y lo alzó sobre su cabeza como si fuera El Rey León.

—Danger quiere sangre, ¡traigan al chivo!

Entre ocho tipos de la caravana y a una velocidad impresionante, agarraron al chivo por las patas y lo voltearon inmovilizándolo. Este me miró una vez más, suplicándome: Marico, por tu vida, ¡no los dejes!

Sin pensarlo, agarré el trípode y empecé a repartir coñazos hasta que soltaron al chivo, que salió espantado llevándose medio altar por delante.

Me aferré al trípode como un pelotero con su bate. Todo el mundo quedó callado, viéndome.

—¡No, pana, no! ¿Dónde se ha visto que una asfixia se cure con sangre de un pobre animal, vale? ¡Respétenle la vida al chivo!

—Martín, me estás haciendo pasar una vergüenza enorme con Maura y sus amigos —me dijo Michelle casi llorando de rabia.

—Michelle, esto no está bien. El niño se nos va a morir aquí y creo que nadie quiere eso.

Y entonces salió el papá del carajito:

—¡No se va a morir, se va a salvar porque los espíritus…

—¡A la mierda los espíritus! —interrumpí—. ¡Qué espíritus ni que ocho cuartos! ¡A ese chamo hay que llevarlo a Salud Chacao, al Universitario o con alguien que sepa lo que hace! ¡Y las bolas del chivo se quedan en el escroto del chivo!

Me saqué los cinco billetes que tenía en el bolsillo y se los di a la mamá, viéndola a los ojos.

—Si de verdad quieres ayudar a tu chamo, llévatelo ya al hospital.

La niña vio a Maura como pidiendo permiso. Maura, ladillada, le hizo un gesto con la mano obstinada. Tomaron a su niño y se fueron.

***

Recuerdo bien lo que pasó después.

Me gané un par de coñazos del negro al que le pegué con el trípode y tuve que pagarle a Maura Materia y a su caravana un platal por las molestias.

Michelle se disculpó mil veces con Maura, tomó su cartera y se largó lanzándome una mirada que bien podría darme mal de ojo para el resto de mi vida.

Cuando cerró la puerta, Maura se carcajeó y toda confianzuda me dijo:

—Nunca llevaste vida con esa chama, Martín. Nos dejas a Hilda y a mí muertas de risa.

Cualquier otro día, aquello me habría helado la sangre, pues nunca le hablé a Maura o a Michelle de la buena de Hilda. Pero estaba exhausto e indiferente a las pruebas de algo mágico manifestándose frente a mí. Necesitaba irme de aquel lugar cuanto antes.

Estando ya en el dintel de la puerta le dije a Maura que me vendiera el chivo. No podía dejarlo ahí para que fuera sacrificio del próximo incauto que requiriera una limpia.

Nos dieron las tres de la mañana, caminando por las calles de Altamira, el chivo y yo envueltos en un silencio nocturno sólo roto por nuestros pasos y lo que nos decíamos con la mirada.

Definitivamente, Hilda tenía la mano metida en todo aquello, porque ya no estaba solo. No tenía un centavo en el bolsillo, ni a Michelle, ni trípode, ni cámara, pero me acompañaba mi chivo, Sancho, rumbo a casa y a una nueva etapa de mi vida, como un par de aparecidos de esos que dicen que solo salen de madrugada.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *